El caminar ligero hacia el día de trabajo lo transformaba en una especie de máquina humana. Su celular no dejaba de sonar, una llamada tras otra que debía atender de camino a lo que él llamaba la “picadora de carne”.
Como gran parte de los ingleses, el despertar implicaba encender su teléfono celular y revisar una y otra vez desde qué parte del mundo le habían escrito esta vez requiriendo sus servicios, responder los que considerase viables y dedicarse de lleno nuevamente a un día de trabajo.
Edward encendía todas las mañanas su televisor para consultar la cadena BBC 2 y verificar el estado del tiempo. Acorde a lo que Mathew Jennings informaba y a quien creía como un hijo pequeño que toma como palabra santa lo que su padre le dice, ubicaba su vestuario de acuerdo al pronóstico.
Aquél día, la lluvia parecía estar cerca, así que decidió usar el traje azul con camisa blanca. Ya no se ponía corbata, estaba en desuso aunque no en todas las industrias. Los abogados y los banqueros aún la usaban y en forma, pero en los negocios que él manejaba daba lo mismo llevarla o no, es más solía incomodarle.
A pesar de ello estaba convencido de que la imagen lo era todo. Los negocios no sólo se cerraban por la astucia y la inteligencia que le dedicara si no por lo que él podía representar para los demás: seguridad, respeto por quién lo contrataba y por sobre todas las cosas eficiencia, la parte más compleja de su trabajo. Un cliente disconforme era un posible enemigo el día de mañana, por lo que en su trabajo no había margen para el error.
Hacía varios años que estaba en el negocio de la intermediación, él prefería autodefinirse como un “hombre de negocios” puro y simple, alguien a quien le gustaba generar el espacio para que otros pudiesen hacer dinero. Estaba claro que todo esto él no lo hacía gratis, llevaba una buena comisión de cada uno de las transacciones en las que participaba y tenía pensado dejar algún día esa actividad para dedicarse a algo menos arriesgado, o quizás, para viajar por el mundo ya no por negocios si no por placer.
Se miró al espejo antes de salir, estaba llegando a los cuarenta años y algunas canas comenzaban a aparecer a la altura de la sien. Disimulaba las arrugas y su estado físico era aún impecable. Algunos colegas a esa edad ya llevaban grandes barrigas o habían perdido el cabello, él todavía podía jactarse de la elegancia en todos sus atuendos, algo que la sociedad inglesa conocía a la perfección.
Se pasó la mano por ambas solapas del saco moviéndola hacia fuera como quien retira la pelusa. Tomó la gabardina de color azul la acomodó en su antebrazo, el portafolios largo e incómodo y salió de su departamento en la zona del South Kensington. Bajó las escaleras de mármol de su casa y respiró profundo el aire frío y penetrante de aquella mañana de otoño.
El frío comenzaba a hacerse sentir, y eso no le gustaba demasiado. A veces entorpecía su trabajo, debía comenzarlo más tarde, las reuniones solían hacerse interminables y aún cuando no quisiese admitirlo, la vista no era la misma que tenía cuando era un muchacho que despilfarraba las noches en las discos londinenses. Los años pasaban lentamente pero en su profesión no podía darse ciertos lujos y uno de ellos era perder grados de visión. La necesitaba como el cirujano necesita a su anestesista.
La acera estaba húmeda, como siempre por la mañana. Caminó unos metros hasta que encontró su camioneta estacionada dónde la había dejado la noche anterior.
Miró su reloj, la cita era en cuarenta y cinco minutos y debía cruzar la ciudad hasta la moderna zona del Shoreditch en el condado de Hackney. Odiaba ese lugar, pero las modas se imponen, y entonces las paredes cubiertas de graffitis, los bares con mesas repletas de gente que se comunican a través de sus ordenadores portátiles y las cervecerías modernas eran lo que ahora llamaban “arte en su máxima expresión”.
El metro cuadrado de vivienda en esa zona había subido casi un cien por ciento el último año y sólo cabía recordar que un siglo atrás alguien que se hacía llamar “Jack el destripador” hacía de sus delicias por la zona dando más de un dolor de cabeza a las autoridades de Whitechapell y de Scotland Yard.
Tal cual esperaba, las dos campanadas sonaron en su iphone justo cuando él lo esperaba. Le gustaba los clientes puntuales y cumplidores. Abrió su teléfono con el dedo derecho y observó el número que figuraba en el mensaje. La módica de suma de quinientas mil libras. Eso sí era comenzar bien el día. Buenos negocios, buenos momentos.
Atravesó la zona financiera londinense, con la mirada recorrió la hipocresía de aquél mundo que habitaba las calles. Hombres que bajaban de autos lujosos, con choferes que apenas hablaban el inglés, portafolios de cuero brillosos, corbatas de seda al tono, todo era parte del glamour, todo era parte de aquella sociedad en la que vivía, que por momentos odiaba pero a la que también le estaba muy agradecida.
Su reunión comenzaba exactamente en treinta minutos, debía buscar el lugar, aunque como siempre el día anterior había examinado la zona para encontrar un lugar donde aparcar, no le gustaban los contratiempos y menos aún cuando su cliente estaba ansioso por obtener los resultados.
Rivington St era la calle dónde debía aparcar. Solo lo separaban unos pasos del lugar de la reunión, pero debía prepararse. A él no le gustaban los cierres de negocios a las apuradas, prefería estar a tiempo, tener claro cada cosa que debía hacer decir. Quería medir milimétricamente a su contrincante, observarlo con detenimiento, mirarlo de arriba abajo para luego llegado el momento acordado ¡pum!. Negocio cerrado.
El estacionamiento estaba vacío a esa hora, así que dejó el auto lejos de la casilla de entrada. Tuvo tiempo para acomodarse la ropa, se puso la gabardina y tomó el portafolio. Esta vez el trabajo le había requerido el más pesado e incómodo de los cuatro que tenía. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que lo había usado pero la voz de un hombre lo sorprendió cuando cerraba la puerta de la camioneta.
¾¿Va a quedarse mucho tiempo? ¾preguntó un joven vestido de camisa y pantalón verde con el logo del estacionamiento.
¾Un par de horas¾dijo Edward.
¾Vamos a estar abiertos hasta el mediodía nada más¾dijo y levantó los hombros como pidiendo disculpas.
¾Saldré antes, no te preocupes¾dijo.
¾Cool¾respondió el joven y se marchó.
Edward tomó el portafolios y caminó rumbo a su reunión.
¿Qué llevaba a un hombre de cuarenta años a seguir en este negocio? ¿Por qué sus clientes lo buscaban?
Todas esas preguntas tenían una respuesta, y casi indefectiblemente en la víspera de cada uno de sus trabajos y de forma ceremoniosa se hacías mismas preguntas.
Cuando llegó a la esquina de Rivington y Great Eastern miró hacia el lugar dónde iba a realizarse la mentada reunión. Miró el reloj, todavía tenía veinte minutos hasta que llegasen los interlocutores.
Caminó por la vereda de enfrente, y se metió en el 216 de Great Eastern, el edificio de cuatro pisos que en la planta baja tenía un Starbucks. Entró, pidió un café para llevar y salió por la puerta del costado que conducía a un angosto pasillo. Al fondo, una escalera lo llevaría a la terraza, el lugar que estratégicamente había estudiado desde que lo habían contratado para este trabajo.
Subió los cuatro pisos y encontró la puerta que decía “No pasar”. Empujó con fuerza y allí estaba, un espacio abierto, dónde lo único que lo molestaba eran los ductos del aire acondicionado. Se asomó por el frente que daba al Hotel Hoxton y desde allí tenía una visión perfecta de la sala de reuniones en el tercer piso del edificio de enfrente.
Miró su reloj, se sacó la gabardina y la acomodó del lado del revés sobre uno de los peldaños de la escalera que conducía a los tanques de agua.
Abrió el portafolios y comenzó el ritual. Cada uno de los elementos que conformaban el Cheytac M200 tenía que ser armado con suma delicadeza, con la meticulosidad del caso, despacio, pieza a pieza. Todo debía engranar a la perfección.
Le llevó casi ocho minutos el armado, su reloj de precisión le marcaba segundo a segundo cuánto había demorado esta vez. Colocó el sistema de mira óptica, una especie de broche de oro para poder calibrar dónde y cuándo quería cerrar el negocio. El reloj marcaba las nueve y media y su celular sonó nuevamente. El mensaje esta vez decía “Todo listo. Corbata roja”. Puntualidad Inglesa. Esa era la orden y ese era el momento. Y Edward era el hombre ideal para este negocio. Lo sabía.
Se acomodó contra la pared y calzó el fusil en el hombro. La precisión del Cheytac era perfecta, no había otro igual, al menos que él conociera.
Cerró el ojo izquierdo y demoró unos segundos para que el ojo derecho hiciera contacto visual, primero algo borroso y luego, de a poco, se fue clarificando. Allí estaba su objetivo, el hombre de corbata roja. Miró unos segundos, puso el dedo sobre el gatillo y no dudó en apretar.
Negocio concluido.